Sunday, September 02, 2007

Move up to a higher position

Nos han invitado a un gran banquete de bodas. La invitación no se nos hizo por medio de un bellamente escrito papel, sino que se escribió sobre nuestras almas por la inmersión en las aguas del bautismo. El Anfitrión del banquete es El que hizo sagrada esa agua purificadora. Y nos acercamos a El humildemente dándole gracias por esta lujosa fiesta. “Ven, acompáñame en mi júbilo”, nos dice. “¿Porque nos ha invitado a nosotros que somos pobres, somos cojos, somos ciegos, y somos lisiados?” Entramos a Su casa e inmediatamente sabemos la respuesta. Ahí en frente de nosotros está nuestro Anfitrión; reinando desde Su trono, Su lugar de honor – Su áspera Cruz.

Nuestras mentes humanas no comprenden esto. Se supone que un cuerpo crucificado, quebrantado, sangriento no tiene nada de júbilo. Tiene solamente dolor. Tiene solamente pesar. En ese quebrantamiento los pobres se convierten en ricos, los cojos, los ciegos, y los lisiados se curan; se curan no físicamente, sino que espiritualmente. Entramos a un mundo espiritual en el tiempo de Dios, en el espacio de Dios. Esta es la definición del Reino de Dios; la invitación, la aceptación, y la comunión con Dios aunque no seamos dignos.

El Reino de Dios – cielo y tierra unidos – sucede aquí mismo. Vean. El Anfitrión aquí en frente, en el centro, en la Cruz, en el tabernáculo, y pronto, sobre el altar. Nosotros somos los invitados rodeados de Sus antiguos invitados por las imágenes de Sus santos, todos aquí juntos en este humilde templo.

El mes pasado les ofrecí dos homilías expresando el deseo del Papa Benedicto que la Misa Católica – el encuentro y la comunión con Dios – recupere su gloria anterior. Durante los últimos 40 años este punto de la vida Católica se ha desviado por el desierto. Nosotros, los fieles de Dios, hasta cierto punto, hemos perdido el conocimiento del porque celebramos la Misa. La naturaleza de sacrificio de la Misa se ha perdido y reemplazada con palabras e imágenes de una simple comida comunal. La casa de Dios se convirtió en la casa del pueblo de Dios. Un “yo estoy bien, tu estas bien” y una falsa ideología de “sentirse bien” reemplazó la teología de salvación. El Papa Benedicto le ha llamado a esto “la dictadura de relativismo”. Es decir que yo valgo como ser humano basado en lo que piensa de mi la persona que esta enseguida de mi, por los objetos que me rodean, y por la sociedad quien me dice donde debo quedar.

Debemos de entrar a este lugar no basándonos por la opinión del mundo, sino que reconociendo que somos de El y de El nomás. Nosotros somos de dios, no Dios de nosotros. Por eso, cuando entramos a Su casa, metemos las manos al agua, recordando la invitación – nuestro bautismo. Encontramos donde sentarnos, doblando la rodilla antes de sentarnos, reconociendo la presencia de nuestro Señor en el tabernáculo. Vemos hacia el ambón y recordamos Su vida. Vemos la Cruz y recordamos Su muerte. Vemos el altar y recordamos Su resurrección. Ante nosotros vemos nuestra salvación en Jesús.

Levantamos las voces en canto y oración, en ambos antiguo y contemporáneo idioma en continuidad y unión con creyentes antepasados. Lo alabamos, le pedimos, y le damos gracias a nuestro Anfitrión. Finalmente, nuestro Anfitrión – Su Cuerpo, Alma, Sangre, y Divinidad - lo digo de nuevo, Su Cuerpo, Alma, Sangre, y Divinidad entra en nuestros cuerpos. El Dios quien nos abarca es abarcado por nosotros. Este es el mayor don que se nos puede dar.

Hace dos mil años se dijo, “Y en una ocasión cuando entró en la casa de cierto gobernante de los fariseos en día de sábado para tomar una comida lo estaban observando detenidamente”. Hoy digamos, “En día de sábado fuimos a comer en la casa de nuestro Dios, y nos observó detenidamente.” Que nuestra autentica participación por medio de la oración en esta Misa haga que nuestro Anfitrión diga, “Amigo sube más arriba”. Que nuestro lugar más arriba sea el cielo.

English

We have been invited to a grand wedding feast. The invitation has come to us not written beautifully on paper, but written upon our souls by our immersion into the waters of baptism. The banquet is hosted by the One who made holy those cleansing waters. And, we approach Him humbly in thanksgiving for this lavish feast. “Come, join Me in my joy” He says. “Why has He invited us; for we are poor, we are crippled, we are blind and we are lame?” We enter into His house and immediately know the answer. There in front of us is our Host; reigning from His throne, His place-of-honor—His rough-hewn Cross.

To our human minds this makes no sense. A crucified broken, bleeding body before us seemingly holds no joy. It holds only pain. It holds only sorrow. In that brokenness the poor become rich, the crippled, blind and lame are healed; healed not in flesh, but in spirit. So we have entered into a spiritual world in God’s time, in God’s space. This is the definition of the Kingdom of God; the invitation, the acceptance, and the communion with God Himself as unworthy as we are.

The Kingdom of God—heaven and earth united—happens right here. Look around, the Host front and center on the cross, in the tabernacle and soon, on the altar. We, the guests surrounded by His guests of ages gone by in the images of His saints, His holy ones…all of us together in this His humble temple.

Last month I offered two homilies expressing Pope Benedict’s desire that the Catholic Mass—the encounter and communion with God—regain its former glory. During the last forty years this highpoint of Catholic life has wandered through a desert. We, faithful people of God, to some degree lost sight of why we celebrate Mass. The sacrificial nature of the Mass lost out to words and images of a simple communal meal. The House of God became the House of the People of God. An “I’m ok, you’re ok” and a false “feel good” ideology replaced the theology of salvation. Pope Benedict has called this “the dictatorship of relativism.” That is, my worth as a human being is based on the perceived worth of the person next to me, the objects which surround me, and the society which tells me where I fit in.

We should enter this place not basing ourselves on the world’s view, but rather recognize ourselves as His and His alone. We belong to God, not God belonging to us. Thus, when we enter into His House, we dip our fingers into the water, recalling the invitation—our baptism. We find a place to sit, genuflecting before we enter a pew, acknowledging Our Lord’s presence in the tabernacle. We look to the pulpit and recall His life. We look at the Cross and recall His death. We look to the altar and recall His resurrection. Before us we see our salvation in Jesus.

We raise our voices in song and prayer, in both ancient and contemporary languages in continuity and union with believers from ages past. We praise, we petition, and we thank our Host. Finally, our Host—His Body and Blood, Soul and Divinity—let me say that again: His Body, His Blood, His Soul, and His Divinity, enter our bodies. The God which encompasses us is encompassed by us. This is the ultimate gift given us.

Two thousand years ago it was said: “On a sabbath Jesus went to dine at the home of one of the leading Pharisees, and the people there were observing him carefully.” Today may it be said: “On a sabbath we went to dine at the home of our God, and He observed us carefully.” May our authentic participation through prayer at this Mass have our Host say: ‘My friend, move up to a higher position.’ May our higher place be that in heaven.

Labels:

1 Comments:

Blogger marylua said...

padre gonzales:

las palabras salen sobrando ..
usted lo ha dicho todo!

y solo tengo agradecimiento con dios por que una vez mas me doy cuenta que no esta solo que entre muchos aun existen los que entienden la necesidad de entregarle a jesus lo que le pertenece. su iglesia santa ,catolica y apostolica.

gracias por haber permitido que la voz del espiritu santo se escuche atravez de usted..
gracias por el tiempo en intimidad con el senor. gracias por que se que no estoy sola ...
y esto conforta mi alma ..
bendiciones.
mary

10:35 AM  

Post a Comment

<< Home